Recuerdos de la familia Bustos

Antonio Bustos , hijo de José Bustos Salinas, Factor de la Estación de Baena, nos hizo retroceder en el tiempo al compartir fotografias y recuerdos de su niñez mientras jugaba entre los vagones y las vias "La memoria no es recuerdo, en el recuerdo… todo vuelve al corazón"

 

RECUERDO… 1
Los primeros recuerdos de mi vida son las losas del suelo de la casa que ocupábamos en la estación de Baena, rojizas tirando a burdeos. Y yo sentado sobre ellas con la pierna izquierda estirada y la derecha recogida debajo, empujando con ellas de forma coordinada, conseguía avanzar hacia mi madre que estaba unos metros más allá, cocinando en la bilbaina de carbón.
─ ¡Antoñín, en pie!
Y yo, vacilante, me incorporaba.
Recuerdo una noche que no paré de llorar porque habían tirado el viejo chupe que siempre me acompañaba. Mis padres, a altas horas de la noche, tuvieron que salir provistos de un candil a buscarlo por el terraplén. No lo encontraron, y yo no quise el nuevo que me trajeron al día siguiente.
Recuerdo que mi estar era serio, callado, pasaba desapercibido o bien yo no me percataba, siempre iba a lo mío. Nunca me aburría a pesar de estar casi siempre solo en aquellos primeros dos o tres años de mi vida… Y lo tontos que me parecían los mayores cuando me hablaban como si no entendiera, con un tono distinto a como lo hacían cuando charlaban entre ellos.
Recuerdo la cerca de cañas dispuestas en ángulo unas frente a otras y trenzadas con alambres mohosos, formaban el patio delantero de la casa de forma rectangular en la que vivíamos. Recuerdo cuando salía por las mañanas muy temprano, me despertaba el aire frío del invierno mientras buscaba los charcos helados, saltaba sobre ellos hasta que conseguía romper aquel “cristal”. Y recuerdo cómo aparecían ramilletes de setas de un día para otro.
Recuerdo que cortaba musgo verde y recogía los mocos del carbón para un belén que nunca fue el de mi casa, mis padres nunca lo pusieron.
Recuerdo como me subía detrás del parachoques al final de la vía, en la última traviesa que por la erosión del terreno ya quedaba al aire sobre el abismo. La sensación de libertad que me trasmitía el viento que corría mientras mi mirada repasaba el perfil de Baena que se me dibujaba sobre la colina de enfrente.
Recuerdo cuando llegaba la primavera y corría por las laderas donde cientos de saltamontes me abrían camino al pasar galopando sobre mi caballo imaginario.
Recuerdo cuando esperaba el paso de los segadores y el jefe de la cuadrilla le decía a mi madre en voz alta:
─ ¡Señora, que me llevo a su hijo!
─ ¡Vale, tenga cuidado!
─ ¡No se preocupe!
Y yo los veía afilar la hoz, ajustarse el dedil de cuero a la mano izquierda. Después se desplegaban en paralelo, agachados, con los sombreros de paja, avanzando paso a paso, cortando los tallos dorados de las espigas…, formando gavillas. Recuerdo el momento más esperado, a media mañana, cuando bajaban a las bestias ─como ellos las llamaban─ a La Fuente de la Salud para que abrevaran. Yo sobre uno de los mulos, aquel hombre a mi lado, la rienda cogida. Y mientras los animales se refrescaban…, nosotros hacíamos lo mismo a la sombra de una higuera, comiendo sus frutos.
Recuerdo a los trabajadores de Vías y Obras cuando llegaban al medio día subidos en la zorrilla. Se sentaban bajo la enorme morera que había entre la estación y el almacén de mercancías, el muelle. Sacaban sus navajas y se ponían a comer con apetito. Y recuerdo que le dije a mi madre que yo quería comida de obrero, metida en talega.





RECUERDO… 2
Recuerdo cuando mi padre me llevó a la orujera que estaba debajo de la estación, justo al otro lado de la carretera; y mientras él hablaba con el dueño en la oficina, yo salí y me dejé caer por una montaña de orujo calentito que acababan de descargar unos camiones en un foso cuadrado. Y recuerdo que el dueño de aquella fábrica, alto, moreno, delgado, con bigote fino y peinado hacia atrás el pelo engominado, le enseñó a mi padre el biscúter que se había comprado, rojo con capota negra. Y cómo me sorprendí cuando lo levantó él solo tomándolo por los bajos delanteros y lo giró 180º para volverlo a soltar en el suelo. Después lo arrancó girando con fuerza una manivela que enganchó en el bajo del frontal. Finalmente se subió y se marchó.
Recuerdo el almencino pegado a la carretera, su fruto casi negro, redondo y dulce. Al lado, el pinar, las piñas y los piñones. Más abajo, el río con el caudal suave, la zona por donde podía cruzar. Y ya, en la otra ribera, el nogal, las nueces… y las granadas.
Recuerdo los otros árboles que había en el recorrido que hacíamos hasta el pueblo, a lo largo de la carretera. El primero, con un hueco detrás donde mi madre escondía las alpargatas con las que llegaba hasta allí, se las cambiaba por los zapatos de domingo y las recuperaba al regresar. Más adelante, al lado de donde después estuvo la primera piscina de verano, un grupo de árboles frondosos; bajo ellos se ponían los motoristas de la Guardia Civil para resguardarse de la lluvia… Y también un minusválido que aparecía algo después de Semana Santa sobre un pequeño y viejo vehículo de tres ruedas. Poco a poco, en los cuatro o cinco días que duraba su estancia, fabricaba pequeños coches y camiones de madera que regalaba a los niños que acompañaban a sus madres cuando se acercaban desde el pueblo a llevarle comida, o alguna ropa, y que él recibía dignamente. Y recuerdo que un año ya no apareció más.
Recuerdo el algarrobo que había más adelante, ya en la subida a Baena. El fruto caído a su alrededor, de cómo lo abría para pasar la lengua y rechupetearlo recibiendo las sensaciones de su sabor que me gustaba más que la peseta que me daba mi madre los domingos por acompañarla a misa. Iba obligado, coincidía en día y hora con la emisión de El Llanero Solitario, por lo que nunca pude verlo en la televisión del Jefe.
Recuerdo a mi madre poniéndose el velo negro, calado y bordado, entrando en la Iglesia de Guadalupe donde escuchábamos la misa en latín: ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spititus Sanctus…, Amén. La aprendí de memoria.
Recuerdo que mi padre algunas veces nos acompañaba y, después de misa, íbamos al bar Los Claveles que estaba a la vuelta de la Iglesia. Tenía una baranda de madera que separaba la barra de donde estaban las mesas… Y mi padre pedía una tapa de calamares que en breve nos traían en una concha blanca. Recuerdo su olor, que yo me podía comer uno, y que me parecía riquísimo su sabor mientras miraba absorto el girar del ventilador en el techo.
Recuerdo que los lunes Pepe Luí me contaba las cabalgadas sobre Silver de mi héroe enmascarado, acompañado siempre de su fiel amigo indio Toro.
Recuerdo a sus otros hermanos y hermanas; a Susi, morena; a Jesusín, con el pelo negro, rizado, siempre resfriado; a Mari Carmen, con su pelo rubio sobre los hombros; al Bernardín, de la edad de mi hermana, con el flequillo caído a un lado; y a su madre, siempre arreglada y rodeada de su amplia familia. Aquel matrimonio tuvo, no sé cuántos…, muchos hijos.
Recuerdo que nos subíamos a jugar en el tren cuando estaba parado y sin viajeros. Me gustaba aquel vagón con jardinera, todo de madera, corrido, con un pasillo central. Yo me subía abriendo las piernas, de banco a banco, creando un puente bajo el que pasaban los hijos del Jefe cogidos por las caderas, uno detrás de otro. Un tren humano que avanzaba haciendo chuc-chuc.
 


RECUERDO…3
Recuerdo la mañana que vi aquel vagón gris oscuro, de listones, como los de mercancías, en el que había algo distinto: una chimenea sobre la cubierta y, además, salía humo por ella. Estaba apartado, solo, en la segunda vía. El portón se movió lateralmente y una mujer con finas gafas metálicas doradas me miró sonriente. Recuerdo que bajé la vista y me fijé en mi babero, la bata que ella llevaba me pareció de una tela con el dibujo igual al mío: pequeñas líneas verticales azules sobre blanco.
Recuerdo su dulzura cuando me habló.
─ Hola, ¿quieres una naranja?
─ No.
─ ¿Por qué, no te gustan?
─ Si, me gustan.
─ Entonces…, ten ─la mujer alargó la mano que sostenía una naranja que a mí me pareció la mejor que había visto hasta entonces.
─ No, gracias.
─ ¿Por qué?
─ Mi madre no quiere que coja comida de la gente.
─ ¡Gregorio, mira lo que me ha dicho este niño tan pequeño! ─dijo Nieves girando su rostro alegre hacia la izquierda para después repetir mis palabras. Entonces se asomó él, iba vestido con pantalón gris y camisa blanca abrochada hasta el último botón del cuello. Era muy moreno, peinado hacia atrás, sin raya, con entradas a ambos lados. También me sonrió, resaltó su dentadura blanca, y me pareció muy alto y delgado allí subido.
Recuerdo que después de varios meses viviendo en aquel vagón, la familia formada por Nieves, Gregorio y su hija Pepi, morena, educada, agradable, varios años mayor que yo, de la edad de mi hermana; pasaron a ocupar una habitación que estaba en el bajo de la zona trasera del edificio de la estación.
Recuerdo que toda la planta de arriba estaba ocupada por el Jefe y su extensa prole.
Recuerdo que una vez vi una culebra escalando por la fachada cerca ya de la ventana más alta. Decían que era porque acababan de tener otro hijo, que la serpiente introducía la punta de cola en la boca del niño para que no llorara mientras ella mamaba del pecho de la madre dormida.
Recuerdo el primer día que fui a la escuela de párvulos de doña María, en la calle Galana, del escalón que había que bajar en la entrada. Del aula, la primera puerta a la derecha. De la vergüenza que pasé cuando me senté y me di cuenta de que mi madre me había puesto debajo del babero unas braguitas blancas de punto cuando el resto de los niños llevaban pantalones. Recuerdo la ventana que daba a la calle, el postigo marrón, abierto, y que muchos niños se golpearon la cabeza con él a pesar de las constantes advertencias.
Recuerdo el Sábado Gallo. Los niños de los distintos colegios, después de entregar los regalos al maestro y golpear al pelele con las espadas de madera, se iban a las laderas de la estación a enfrentarse entre ellos.
Pero sobre todo recuerdo las largas caminatas de ida y vuelta al colegio, con frío, calor, lluvia y, alguna vez, incluso nieve. Cuando regresábamos a casa caminando por el lado izquierdo de la carretera, mi hermana Rosita, Pepi y yo, con las carteras, siempre tenía la esperanza de que pasara Pepe Santiago con su carromato. El primero que tuvo era pequeño, con cabina y de color verde. Después se compró otro más grande, más moderno, de color beige y, aunque no estaba cubierto como el primero, tenía el asiento corrido y acolchado; cogíamos los cuatro. Recuerdo también a su padre, con el pelo blanco amarillento, las gafas de pasta redondas y el cigarro liado siempre en la boca. Trabajaba también en la oficina de la estación y al poco tiempo se jubiló.
Recuerdo la tierra blanca de la estación. El camino que subía hasta allí describiendo una “S”, con grandes surcos y embarrado en invierno. Más tarde lo empedraron, aunque duró poco. Y también recuerdo a Pasadas, a Luque, a Juan, primo de mi padre que era maquinista y al que le dio permiso para llevarme en la máquina hasta Luque. Recuerdo al fogonero muy mayor alimentar la caldera con las paladas de carbón, que Juan me cogió por la cintura elevándome hasta la cuerda sucia tendida en comba para que tirara de ella. Y recuerdo la emoción cuando sonó el estridente silbato del tren.
La memoria no es recuerdo, en el recuerdo… todo vuelve al corazón.
 


RECUERDO…4
Recuerdo la primera casilla, a un kilómetro aproximadamente, y que a mí me parecía lejísimos. Quedaba a la izquierda, justo antes de donde se curvaba la vía al mismo lado para desaparecer. Habitada por un matrimonio con sus hijos, hasta allí se acercó mi madre y mi hermana para enseñarles a hacer la masa de los roscos. A mi madre le gustaba la cocina, compartir sus conocimientos, se sabía multitud de recetas de memoria. Tenía buenas manos y paladar. Normal, era la hija del confitero de Alcaudete creador de las Hojitas Mary Trini.
Recuerdo que, detrás y a la derecha de la línea recta que dibuja arriba el cerro Iponuba, se veía la pequeña mancha blanca de Zuheros en medio de las estribaciones de la sierra. Las peñas, grises arriba, y el verde de los olivos alineados más abajo. Y recuerdo cómo por allí, todos los días, saltaba con fuerza al aire el humo blanco del tren que recorría la línea Puente Genil-Linares.
Recuerdo cuando le decía a mi madre que me iba a jugar a la tapia, un muro gris que partía casi desde mi casa hasta la estación, separando la parte delantera de la trasera. El repellado granulado con algunos desconchones permitía ver las piedras con las que se había construido… Y sobre él golpeaba mi pelota una y otra vez. Recuerdo cuando algún mayor pasaba y me decía que se la echara, yo siempre obedecía… El hombre le daba una fuerte patada. A mí me parecía increíble la altura que alcanzaba, como si fuera a desaparecer en el cielo; pero finalmente volvía a caer.
Recuerdo el día que llegó un conocido de Luque con una cámara fotográfica. Él y el Grillo estaban preparándose entre comentarios risueños para la ocasión. Yo me acercaba por un extremo y, por el otro, el perro de la estación. Luque me dijo:
─ Ven, súbete ─agachado, golpeaba levemente el lomo del perro.
─ Ese no puede conmigo ─le contesté consciente de que estaba bastante gordito.
─ Yo le ayudo ─dijo Luque metiendo sus manos bajo el pecho del animal.
En nada yo estaba arriba mientras el Grillo le decía al fotógrafo con la voz afectada por el cigarro que mantenía en la boca:
─ Esta foto va a ser la mejor del día.
─ Jejeje ─sonreía feliz Luque ─ Antoñin, cógete a las orejas.
Y yo obedecí.
Clic.
Recuerdo cuando llovía, las pequeñas laderas por las que me deslizaba sobre el tacón de mi pie derecho, la pierna izquierda estirada, una y otra vez hasta formar un surco y hacer un escurriete.
Y recuerdo que únicamente tenía unos zapatos que siempre estaban viejos.
 

 
RECUERDO… 5
Recuerdo a mi padre joven ─aunque mi madre siempre decía que estaba ya mayor─, delgado y moreno, perfectamente peinado a raya, siempre alegre y muy atento con los pasajeros. Su despacho quedaba después de pasar la primera sala dividida por medio con una balaustrada tras la que se disponían varias mesas de oficina. Recuerdo su mesa de madera oscura, como los asientos. El teléfono, que estaba nada más entrar a la izquierda, en alto, con una manivela en el lateral que mi padre giraba con velocidad, tanto que cuando la soltaba aún daba tres o cuatro vueltas más… Y daba aviso a la estación de Luque de que el tren había salido ya.
Recuerdo que cuando llegaba las atracciones de la feria en el tren, a mi padre aquellos hombres le regalaban un puro, y un año hasta una pluma estilográfica con su nombre grabado.
Recuerdo que a mi padre no le gustaba que anduviera por allí, y menos cuando había gente de fuera, como aquel día que pasé y me encontré a dos hombres sentados frente a él, uno de ellos con mascota puesta sobre la cabeza.
─ Antoñín, ya sabes lo que te digo.
─ Vale papá.
─ Pues eso, carretera y manta.
─ Amiguito, ¿y tú sabes lo que significa carretera y manta? ─me dijo el hombre del sombrero, sonriente, como mi padre y el otro señor. Allí el único serio era yo.
Mi respuesta no se hizo esperar:
─ Usted no es mi amigo.
Los tres aumentaron sus risas.
─ Anda… anda, vete para la casa ya…, que si no te voy a calentar ─dijo mi padre intentando ponerse serio.
Recuerdo a Nieves hablando bajito con mi madre, contándole un gran secreto: Gregorio era viudo antes de casarse con ella.
Recuerdo cuando llegaba el otoño y mi madre desbarataba un viejo jersey de lana de mi hermano, mis dos brazos extendidos moviéndolos acompasados de izquierda a derecha haciendo la madeja. Después de las tareas de la casa, con esa misma lana, se ponía con sus agujas de punto y hacia un jersey nuevo para mí.
Recuerdo los atardeceres, cuando el sol buscaba esconderse tras el castillo de Baena y aparecía Valerio de vuelta con sus cabras, mi madre me mandaba con la lechera. Recuerdo el sonido, también la gran cantidad de espuma que producía el ordeño, el olor, y mis reparos a beber leche: mi madre decía que había que hervirla muy bien porque si no podían dar las fiebres malta que eran muy peligrosas.
Recuerdo llegar a la pareja de la Guardia Civil un tanto exhaustos, con aquellas capas verdes tan largas, mosquetón al hombro, y el tricornio negro que yo lo veía muy rígido, pensaba que debía hacerles daño en la cabeza. En cuanto se cruzaban con algún trabajador de la estación preguntaban si había alguna novedad. Y recuerdo que para mí la novedad eran ellos.
 

 

La memoria no es recuerdo, en el recuerdo… todo vuelve al corazón.
RECUERDO… 6
Recuerdo a mi madre enfadada conmigo. Sus pellizcos inesperados, retorcidos, que se quedaban marcados en forma de cardenales varias semanas en mi brazo. Y recuerdo que una vez quiso pegarme con la alpargata y ya no consiguió pillarme.
Recuerdo que después de la huida descubría la libertad y no me importaba la soledad. A la izquierda del parachoques la loma caía suave. Me gustaba tumbar todo mi ser sobre la hierba, olerla, pasar la mano por los tallos que crecían firmes, encontrar la sorpresa sobre las hojas de los insectos…, aquellas mariquitas rojas con sus puntos negros que salían volando cuando las iba a coger… Sentía la temperatura refrescante de la tierra. Una vez sentado, contemplaba la carretera que salía de Baena, la bifurcación del camino desde el que se daba acceso a la fábrica de hielo junto al rio que la inundó más de una vez…, y continuaba hasta la oculta Ermita de los Ángeles para después terminar en Zuheros… Mientras, la calzada principal continuaba ascendiendo, con aquella casa bajo un árbol a media subida. Ya sosegado, me trasladaba a uno de los lugares donde me sentía más vivo en la Estación: la última traviesa, la que quedaba al aire detrás del parachoques. De pie sobre ella y sobre el vacío, con la brisa en el rostro, repasaba el contorno hipnotizador de Baena. Recuerdo el toque del Ángelus que el aire traía. También las campanas a muerto que me hacían sentir frío aunque fuera verano. Y que yo no comprendía que una persona podía morir aunque no cerrara los ojos.
Y recuerdo que mi gran conflicto de niño era (no) comprender la muerte.
Recuerdo a Vitoria, mi perra canela y blanca, siempre pendiente de mí y de cualquier gesto que hiciera. Recuerdo al Moro, el perro de Gregorio, un cruce de pastor alemán perfectamente negro con gran fuerza y vitalidad. Recuerdo cuando ellos nos acompañaban a nosotros. El saco viejo que llenábamos de trébol fresco, aún con el rocío goteando en las hojas… Y lo contentos que se ponían los conejos cuando se lo echábamos.
Recuerdo los agricultores sembrando melones y sandías en la tierra que ascendía entre la Estación y la primera casilla. Las lagunas que se formaban algo más abajo del Bujero la Bomba. De los nidos de perdices en medio de los juncos y los que hacían los gorriones en el hueco que se formaba en el remate del techo con el lateral del vagón de mercancías.
Recuerdo que un día tiraron el cerco de cañas de nuestra casa e hicieron en su lugar un muro en condiciones, creando un porche delantero con suelo de cemento donde yo jugaba. En verano comíamos allí, bajo el árbol… y por la noche contemplábamos absortos el paso del satélite… Y recuerdo que en una de las esquinas mi madre puso una gran orza que llenaba de aceitunas para que se fueran aliñando, la tapaba con un lebrillo boca abajo sobre el que yo me sentaba.

 
RECUERDO… 7
Recuerdo que un día vi un zorro. Las culebras, alguna víbora y lagartos se nos cruzaban con frecuencia. Recuerdo el vuelo de un águila al que intenté seguir, se posó sobre uno de los tres pequeños árboles que crecían sobre la última y más alta de las colinas que quedaba detrás de la estación. La sed que tenía a medio camino y la pequeña mancha húmeda que vi en el terreno. De cómo me agaché, escarbé un poco, y el agua brotó llenando aquel pequeño hoyo. Era limpia y muy fría. Bebí. Y recuerdo que cuando me levanté y volví a mirar hacia arriba, el águila ya no estaba.
Recuerdo lo contento que me ponía cuando encontraba la cámara de aire de una rueda, que el destino pusiera delante de mí un zapato viejo con material que aprovechar era ya fácil. Ahora se trataba de cortar una rama con la forma adecuada en “Y”. Ese mismo día conseguía llevar en mi bolsillo el resultado final: un tirachinas.
Recuerdo que mi lugar favorito para usarlo era el altísimo eucalipto que había en la esquina, en la parte de atrás de la estación. Recuerdo que mucha fuerza y poca puntería, jamás daba al objetivo. Recuerdo que los hijos mayores del Jefe, más preparados que yo, visitaban el mismo eucalipto por la noche pertrechados con lámpara de carburo y escopetilla de plomos, decían que los pájaros se deslumbraban con aquella luz química y que no se iban. Recuerdo el profundo olor desagradable del carburo en ebullición, y que los hijos del Jefe tampoco acertaban con ningún gorrión.
Recuerdo salir a poner las trampas, el tarro de cristal con papel de estraza y las alúas moviéndose. Recuerdo los preparativos: moler la tierra; colocar la alúa en el agarre en pinza; montar la trampa y ponerla lo más al filo posible; el momento más delicado y con peligro de pillarte los dedos; coger la trampa por los extremos y hundirla con leves movimientos de vaivén en la tierra fina. El remate final era colocar tres piedras por detrás. Decían que el pájaro (aunque el objetivo era un zorzal, caza mayor), al ver el brillo de las alas de la alúa moviéndose buscaría esas piedras para posarse… Le preparaba un camino sin retorno. Y recuerdo que a la mañana siguiente la alúa no estaba, el pájaro tampoco. Jamás lo logré.
Recuerdo que con lo que sí conseguía mi objetivo era cuando el arma lo fabricaba de alambre doble retorcido hasta conseguir la “Y”. Gomillas gruesas y fuertes había en las oficinas de la estación. El plomo de los precintos de los vagones, tan abundante, lo machacaba hasta conseguir finas tiras alargadas que después iba cortando poco a poco para hacer los balines en “U”. El territorio donde me movía ahora era el Muelle. Elevado sobre el suelo, me quedaba a la altura de los ojos. Conocía todos los agujeros que roedores y otros animales habían excavado, conductos de acceso a lo largo de los años atraídos por los olores de quesos y otros productos alimenticios almacenados allí hasta ser repartidos en Baena por Pepe Santiago y su carromato. Recuerdo cuando detectaba movimiento en cualquiera de aquellos agujeros, me situaba a poco más de un metro y frecuentemente acertaba con el plomazo en la diana. Siempre había emoción, sonrisa nerviosa y descarga de adrenalina… Pero sobre todo recuerdo un día que escudriñé el agujero más grande, no era normal lo que vi: algo verde con una línea horizontal negra. Me acerqué más para no pifiar. Tensé y no fallé. Aquello se movía con velocidad y no paraba de pasar ante mis ojos, era interminable. De pronto, una enorme serpiente con la boca abierta y desencajada estaba a escasos centímetros de mi cara abanicándome no sé cuántas veces en medio segundo con su lengua viperina. Me tiró. No sentí dolor por el culetazo. Mi trasero fue solo resorte para ponerme en pie en otro medio segundo y tomar tres metros de distancia para ver bien a lo que me enfrentaba. Pero ella (o él) ya no estaba allí…Y recuerdo el repelús que me dio. Los bellos de punta. No he pasado más tiempo en mi vida con ese frio metido en el cuerpo.

 

RECUERDO… 8 final y notas de autor.
Recuerdo la Semana Santa, especialmente una muy lluviosa en la que mi hermano ─un hombre para mí─ fue a desfilar a Martos vestido de soldado romano de la cola blanca. Mi madre no veía la necesidad de aquello con el día que hacía. Yo, sin embargo, comprendía a mi hermano. Lo que me chocaba era ver un romano con gafas.
Recuerdo el día siguiente, las botas de terciopelo color burdeos embarradas y aún soltando agua… Y la lanza, tan grande, con aquella punta dorada.
Pero recuerdo, sobre todo, un día en el que no paró la tormenta. A altas horas de la noche toda mi familia dormía cuando unos fuertes golpes en la puerta nos despertó y alarmó. En mi corta vida nunca había ocurrido eso. Antes de abrir, mi padre gritó contundente y seguro: ¡Qué pasa! No escuché la contestación porque e mis oídos retumbaba el bramido de mi padre. Varios hombres se agolpaban bajo algún paraguas. No los reconocí, apenas se les veía medio rostro. Los dos que estaban delante se cubrían con enormes capas oscuras con capuchas sobre las que rompían las violentas gotas de agua iluminadas por la luz amarilla de un candil. Se mostraron nerviosos, muy preocupados. Decían que un corrimiento de tierras se había llevado la vía.
Y recuerdo el día siguiente, cuando vi el gran socavón a media distancia entre la primera casilla y la estación.
Y recuerdo que el tren nunca más volvió.
Recuerdo que un día el Moro murió, lo metimos dentro del viejo saco. Acompañé a Gregorio a enterrarlo, lo hicimos en mitad de la ladera que había creado el hundimiento.
Recuerdo que un día llegó un camión de color rojo, con cajón gris y toldo. Cargaron en él los pocos muebles y enseres que tenía la familia de Gregorio. Se marcharon a otra estación. Recuerdo que me escondí. No me quise despedir. El primer gran vacío enorme de mi vida. Recuerdo que muchos días, uno tras otro, los eché de menos…, que sentía dolor y agobio en el pecho. Y recuerdo que callé, jamás lo compartí.
Recuerdo que mi padre se compró una cama plegable, metálica y marrón. Estuvo muchos años, hasta la primavera de 1970, relevando a compañeros en sus días de descanso. Iba de estación en estación, desde Despeñaperros (Espeluy, Las Correderas…) hacia el sur, acompañado siempre por su cama.
Recuerdo que un día nosotros también nos tuvimos que ir.
Y recuerdo que yo, aquellos años, fui feliz.
Notas del autor:
Desgraciadamente todos los árboles que describo han desaparecido. Así mismo, nada recuerda la vida que se desarrolló en aquella estación, ahora solo hay una explanada; aunque donde estuvo la casa donde viví quedan aún pequeños restos de losas rojizas.
El coche de bogies fue un ejemplar único de los ferrocarriles españoles, comenzó dando servicio en el trayecto Sanlúcar de Barrameda – Jerez de la Frontera, después fue destinado a la estación Luque para cubrir los pocos kilómetros de vías hasta Baena. Su matrícula era ABC 2101. Años más tarde fue desguazado en Los Prados (Málaga).
Durante bastante tiempo RENFE estuvo sopesando la posibilidad de proceder al arreglo de los desperfectos causados por las lluvias. Finalmente, el ramal de Luque a Baena se clausuró oficialmente en 1965 debido a que ya los últimos años que estuvo en servicio presentaba déficit económico…; pero fue a partir de Febrero de 1962 cuando el tren no volvió a recorrer nunca más aquella vía. Yo tenía cinco años, aunque permanecimos viviendo en la estación otros cinco años más.
 

 

La memoria no es recuerdo, en el recuerdo… todo vuelve al corazón.

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