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Recuerdos de la familia Bustos
Antonio Bustos , hijo de José Bustos Salinas, Factor de la Estación de Baena, nos hizo retroceder en el tiempo al compartir fotografias y recuerdos de su niñez mientras jugaba entre los vagones y las vias "La memoria no es recuerdo, en el recuerdo… todo vuelve al corazón"
RECUERDO… 1
Los primeros recuerdos de mi vida son las losas del
suelo de la casa que ocupábamos en la estación de Baena, rojizas tirando
a burdeos. Y yo sentado sobre ellas con la pierna izquierda estirada y
la derecha recogida debajo, empujando con ellas de forma coordinada,
conseguía avanzar hacia mi madre que estaba unos metros más allá,
cocinando en la bilbaina de carbón.
─ ¡Antoñín, en pie!
Y yo, vacilante, me incorporaba.
Recuerdo una noche que no paré de llorar porque habían
tirado el viejo chupe que siempre me acompañaba. Mis padres, a altas
horas de la noche, tuvieron que salir provistos de un candil a buscarlo
por el terraplén. No lo encontraron, y yo no quise el nuevo que me
trajeron al día siguiente.
Recuerdo que mi estar era serio, callado, pasaba
desapercibido o bien yo no me percataba, siempre iba a lo mío. Nunca me
aburría a pesar de estar casi siempre solo en aquellos primeros dos o
tres años de mi vida… Y lo tontos que me parecían los mayores cuando me
hablaban como si no entendiera, con un tono distinto a como lo hacían
cuando charlaban entre ellos.
Recuerdo la cerca de cañas dispuestas en ángulo unas
frente a otras y trenzadas con alambres mohosos, formaban el patio
delantero de la casa de forma rectangular en la que vivíamos. Recuerdo
cuando salía por las mañanas muy temprano, me despertaba el aire frío
del invierno mientras buscaba los charcos helados, saltaba sobre ellos
hasta que conseguía romper aquel “cristal”. Y recuerdo cómo aparecían
ramilletes de setas de un día para otro.
Recuerdo que cortaba musgo verde y recogía los mocos del
carbón para un belén que nunca fue el de mi casa, mis padres nunca lo
pusieron.
Recuerdo como me subía detrás del parachoques al final
de la vía, en la última traviesa que por la erosión del terreno ya
quedaba al aire sobre el abismo. La sensación de libertad que me
trasmitía el viento que corría mientras mi mirada repasaba el perfil de
Baena que se me dibujaba sobre la colina de enfrente.
Recuerdo cuando llegaba la primavera y corría por las
laderas donde cientos de saltamontes me abrían camino al pasar galopando
sobre mi caballo imaginario.
Recuerdo cuando esperaba el paso de los segadores y el jefe de la cuadrilla le decía a mi madre en voz alta:
─ ¡Señora, que me llevo a su hijo!
─ ¡Vale, tenga cuidado!
─ ¡No se preocupe!
Y yo los veía afilar la hoz, ajustarse el dedil de cuero
a la mano izquierda. Después se desplegaban en paralelo, agachados, con
los sombreros de paja, avanzando paso a paso, cortando los tallos
dorados de las espigas…, formando gavillas. Recuerdo el momento más
esperado, a media mañana, cuando bajaban a las bestias ─como ellos las
llamaban─ a La Fuente de la Salud para que abrevaran. Yo sobre uno de
los mulos, aquel hombre a mi lado, la rienda cogida. Y mientras los
animales se refrescaban…, nosotros hacíamos lo mismo a la sombra de una
higuera, comiendo sus frutos.
Recuerdo a los trabajadores de Vías y Obras cuando
llegaban al medio día subidos en la zorrilla. Se sentaban bajo la enorme
morera que había entre la estación y el almacén de mercancías, el
muelle. Sacaban sus navajas y se ponían a comer con apetito. Y recuerdo
que le dije a mi madre que yo quería comida de obrero, metida en talega.
RECUERDO… 2
Recuerdo cuando mi padre me llevó a la orujera que
estaba debajo de la estación, justo al otro lado de la carretera; y
mientras él hablaba con el dueño en la oficina, yo salí y me dejé caer
por una montaña de orujo calentito que acababan de descargar unos
camiones en un foso cuadrado. Y recuerdo que el dueño de aquella
fábrica, alto, moreno, delgado, con bigote fino y peinado hacia atrás el
pelo engominado, le enseñó a mi padre el biscúter que se había
comprado, rojo con capota negra. Y cómo me sorprendí cuando lo levantó
él solo tomándolo por los bajos delanteros y lo giró 180º para volverlo a
soltar en el suelo. Después lo arrancó girando con fuerza una manivela
que enganchó en el bajo del frontal. Finalmente se subió y se marchó.
Recuerdo el almencino pegado a la carretera, su fruto
casi negro, redondo y dulce. Al lado, el pinar, las piñas y los piñones.
Más abajo, el río con el caudal suave, la zona por donde podía cruzar. Y
ya, en la otra ribera, el nogal, las nueces… y las granadas.
Recuerdo los otros árboles que había en el recorrido que
hacíamos hasta el pueblo, a lo largo de la carretera. El primero, con
un hueco detrás donde mi madre escondía las alpargatas con las que
llegaba hasta allí, se las cambiaba por los zapatos de domingo y las
recuperaba al regresar. Más adelante, al lado de donde después estuvo la
primera piscina de verano, un grupo de árboles frondosos; bajo ellos se
ponían los motoristas de la Guardia Civil para resguardarse de la
lluvia… Y también un minusválido que aparecía algo después de Semana
Santa sobre un pequeño y viejo vehículo de tres ruedas. Poco a poco, en
los cuatro o cinco días que duraba su estancia, fabricaba pequeños
coches y camiones de madera que regalaba a los niños que acompañaban a
sus madres cuando se acercaban desde el pueblo a llevarle comida, o
alguna ropa, y que él recibía dignamente. Y recuerdo que un año ya no
apareció más.
Recuerdo el algarrobo que había más adelante, ya en la
subida a Baena. El fruto caído a su alrededor, de cómo lo abría para
pasar la lengua y rechupetearlo recibiendo las sensaciones de su sabor
que me gustaba más que la peseta que me daba mi madre los domingos por
acompañarla a misa. Iba obligado, coincidía en día y hora con la emisión
de El Llanero Solitario, por lo que nunca pude verlo en la televisión
del Jefe.
Recuerdo a mi madre poniéndose el velo negro, calado y
bordado, entrando en la Iglesia de Guadalupe donde escuchábamos la misa
en latín: ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et
Spititus Sanctus…, Amén. La aprendí de memoria.
Recuerdo que mi padre algunas veces nos acompañaba y,
después de misa, íbamos al bar Los Claveles que estaba a la vuelta de la
Iglesia. Tenía una baranda de madera que separaba la barra de donde
estaban las mesas… Y mi padre pedía una tapa de calamares que en breve
nos traían en una concha blanca. Recuerdo su olor, que yo me podía comer
uno, y que me parecía riquísimo su sabor mientras miraba absorto el
girar del ventilador en el techo.
Recuerdo que los lunes Pepe Luí me contaba las
cabalgadas sobre Silver de mi héroe enmascarado, acompañado siempre de
su fiel amigo indio Toro.
Recuerdo a sus otros hermanos y hermanas; a Susi,
morena; a Jesusín, con el pelo negro, rizado, siempre resfriado; a Mari
Carmen, con su pelo rubio sobre los hombros; al Bernardín, de la edad de
mi hermana, con el flequillo caído a un lado; y a su madre, siempre
arreglada y rodeada de su amplia familia. Aquel matrimonio tuvo, no sé
cuántos…, muchos hijos.
Recuerdo que nos subíamos a jugar en el tren cuando
estaba parado y sin viajeros. Me gustaba aquel vagón con jardinera, todo
de madera, corrido, con un pasillo central. Yo me subía abriendo las
piernas, de banco a banco, creando un puente bajo el que pasaban los
hijos del Jefe cogidos por las caderas, uno detrás de otro. Un tren
humano que avanzaba haciendo chuc-chuc.
RECUERDO…3
Recuerdo la mañana que vi aquel vagón gris oscuro, de
listones, como los de mercancías, en el que había algo distinto: una
chimenea sobre la cubierta y, además, salía humo por ella. Estaba
apartado, solo, en la segunda vía. El portón se movió lateralmente y una
mujer con finas gafas metálicas doradas me miró sonriente. Recuerdo que
bajé la vista y me fijé en mi babero, la bata que ella llevaba me
pareció de una tela con el dibujo igual al mío: pequeñas líneas
verticales azules sobre blanco.
Recuerdo su dulzura cuando me habló.
─ Hola, ¿quieres una naranja?
─ No.
─ ¿Por qué, no te gustan?
─ Si, me gustan.
─ Entonces…, ten ─la mujer alargó la mano que sostenía una naranja que a mí me pareció la mejor que había visto hasta entonces.
─ No, gracias.
─ ¿Por qué?
─ Mi madre no quiere que coja comida de la gente.
─ ¡Gregorio, mira lo que me ha dicho este niño tan
pequeño! ─dijo Nieves girando su rostro alegre hacia la izquierda para
después repetir mis palabras. Entonces se asomó él, iba vestido con
pantalón gris y camisa blanca abrochada hasta el último botón del
cuello. Era muy moreno, peinado hacia atrás, sin raya, con entradas a
ambos lados. También me sonrió, resaltó su dentadura blanca, y me
pareció muy alto y delgado allí subido.
Recuerdo que después de varios meses viviendo en aquel
vagón, la familia formada por Nieves, Gregorio y su hija Pepi, morena,
educada, agradable, varios años mayor que yo, de la edad de mi hermana;
pasaron a ocupar una habitación que estaba en el bajo de la zona trasera
del edificio de la estación.
Recuerdo que toda la planta de arriba estaba ocupada por el Jefe y su extensa prole.
Recuerdo que una vez vi una culebra escalando por la
fachada cerca ya de la ventana más alta. Decían que era porque acababan
de tener otro hijo, que la serpiente introducía la punta de cola en la
boca del niño para que no llorara mientras ella mamaba del pecho de la
madre dormida.
Recuerdo el primer día que fui a la escuela de párvulos
de doña María, en la calle Galana, del escalón que había que bajar en la
entrada. Del aula, la primera puerta a la derecha. De la vergüenza que
pasé cuando me senté y me di cuenta de que mi madre me había puesto
debajo del babero unas braguitas blancas de punto cuando el resto de los
niños llevaban pantalones. Recuerdo la ventana que daba a la calle, el
postigo marrón, abierto, y que muchos niños se golpearon la cabeza con
él a pesar de las constantes advertencias.
Recuerdo el Sábado Gallo. Los niños de los distintos
colegios, después de entregar los regalos al maestro y golpear al pelele
con las espadas de madera, se iban a las laderas de la estación a
enfrentarse entre ellos.
Pero sobre todo recuerdo las largas caminatas de ida y
vuelta al colegio, con frío, calor, lluvia y, alguna vez, incluso nieve.
Cuando regresábamos a casa caminando por el lado izquierdo de la
carretera, mi hermana Rosita, Pepi y yo, con las carteras, siempre tenía
la esperanza de que pasara Pepe Santiago con su carromato. El primero
que tuvo era pequeño, con cabina y de color verde. Después se compró
otro más grande, más moderno, de color beige y, aunque no estaba
cubierto como el primero, tenía el asiento corrido y acolchado; cogíamos
los cuatro. Recuerdo también a su padre, con el pelo blanco
amarillento, las gafas de pasta redondas y el cigarro liado siempre en
la boca. Trabajaba también en la oficina de la estación y al poco tiempo
se jubiló.
Recuerdo la tierra blanca de la estación. El camino que
subía hasta allí describiendo una “S”, con grandes surcos y embarrado en
invierno. Más tarde lo empedraron, aunque duró poco. Y también recuerdo
a Pasadas, a Luque, a Juan, primo de mi padre que era maquinista y al
que le dio permiso para llevarme en la máquina hasta Luque. Recuerdo al
fogonero muy mayor alimentar la caldera con las paladas de carbón, que
Juan me cogió por la cintura elevándome hasta la cuerda sucia tendida en
comba para que tirara de ella. Y recuerdo la emoción cuando sonó el
estridente silbato del tren.
La memoria no es recuerdo, en el recuerdo… todo vuelve al corazón.
RECUERDO…4
Recuerdo la primera casilla, a un kilómetro
aproximadamente, y que a mí me parecía lejísimos. Quedaba a la
izquierda, justo antes de donde se curvaba la vía al mismo lado para
desaparecer. Habitada por un matrimonio con sus hijos, hasta allí se
acercó mi madre y mi hermana para enseñarles a hacer la masa de los
roscos. A mi madre le gustaba la cocina, compartir sus conocimientos, se
sabía multitud de recetas de memoria. Tenía buenas manos y paladar.
Normal, era la hija del confitero de Alcaudete creador de las Hojitas
Mary Trini.
Recuerdo que, detrás y a la derecha de la línea recta
que dibuja arriba el cerro Iponuba, se veía la pequeña mancha blanca de
Zuheros en medio de las estribaciones de la sierra. Las peñas, grises
arriba, y el verde de los olivos alineados más abajo. Y recuerdo cómo
por allí, todos los días, saltaba con fuerza al aire el humo blanco del
tren que recorría la línea Puente Genil-Linares.
Recuerdo cuando le decía a mi madre que me iba a jugar a
la tapia, un muro gris que partía casi desde mi casa hasta la estación,
separando la parte delantera de la trasera. El repellado granulado con
algunos desconchones permitía ver las piedras con las que se había
construido… Y sobre él golpeaba mi pelota una y otra vez. Recuerdo
cuando algún mayor pasaba y me decía que se la echara, yo siempre
obedecía… El hombre le daba una fuerte patada. A mí me parecía increíble
la altura que alcanzaba, como si fuera a desaparecer en el cielo; pero
finalmente volvía a caer.
Recuerdo el día que llegó un conocido de Luque con una
cámara fotográfica. Él y el Grillo estaban preparándose entre
comentarios risueños para la ocasión. Yo me acercaba por un extremo y,
por el otro, el perro de la estación. Luque me dijo:
─ Ven, súbete ─agachado, golpeaba levemente el lomo del perro.
─ Ese no puede conmigo ─le contesté consciente de que estaba bastante gordito.
─ Yo le ayudo ─dijo Luque metiendo sus manos bajo el pecho del animal.
En nada yo estaba arriba mientras el Grillo le decía al fotógrafo con la voz afectada por el cigarro que mantenía en la boca:
─ Esta foto va a ser la mejor del día.
─ Jejeje ─sonreía feliz Luque ─ Antoñin, cógete a las orejas.
Y yo obedecí.
Clic.
Recuerdo cuando llovía, las pequeñas laderas por las que
me deslizaba sobre el tacón de mi pie derecho, la pierna izquierda
estirada, una y otra vez hasta formar un surco y hacer un escurriete.
Y recuerdo que únicamente tenía unos zapatos que siempre estaban viejos.
RECUERDO… 5
Recuerdo a mi padre joven ─aunque mi madre siempre decía
que estaba ya mayor─, delgado y moreno, perfectamente peinado a raya,
siempre alegre y muy atento con los pasajeros. Su despacho quedaba
después de pasar la primera sala dividida por medio con una balaustrada
tras la que se disponían varias mesas de oficina. Recuerdo su mesa de
madera oscura, como los asientos. El teléfono, que estaba nada más
entrar a la izquierda, en alto, con una manivela en el lateral que mi
padre giraba con velocidad, tanto que cuando la soltaba aún daba tres o
cuatro vueltas más… Y daba aviso a la estación de Luque de que el tren
había salido ya.
Recuerdo que cuando llegaba las atracciones de la feria
en el tren, a mi padre aquellos hombres le regalaban un puro, y un año
hasta una pluma estilográfica con su nombre grabado.
Recuerdo que a mi padre no le gustaba que anduviera por
allí, y menos cuando había gente de fuera, como aquel día que pasé y me
encontré a dos hombres sentados frente a él, uno de ellos con mascota
puesta sobre la cabeza.
─ Antoñín, ya sabes lo que te digo.
─ Vale papá.
─ Pues eso, carretera y manta.
─ Amiguito, ¿y tú sabes lo que significa carretera y
manta? ─me dijo el hombre del sombrero, sonriente, como mi padre y el
otro señor. Allí el único serio era yo.
Mi respuesta no se hizo esperar:
─ Usted no es mi amigo.
Los tres aumentaron sus risas.
─ Anda… anda, vete para la casa ya…, que si no te voy a calentar ─dijo mi padre intentando ponerse serio.
Recuerdo a Nieves hablando bajito con mi madre, contándole un gran secreto: Gregorio era viudo antes de casarse con ella.
Recuerdo cuando llegaba el otoño y mi madre desbarataba
un viejo jersey de lana de mi hermano, mis dos brazos extendidos
moviéndolos acompasados de izquierda a derecha haciendo la madeja.
Después de las tareas de la casa, con esa misma lana, se ponía con sus
agujas de punto y hacia un jersey nuevo para mí.
Recuerdo los atardeceres, cuando el sol buscaba
esconderse tras el castillo de Baena y aparecía Valerio de vuelta con
sus cabras, mi madre me mandaba con la lechera. Recuerdo el sonido,
también la gran cantidad de espuma que producía el ordeño, el olor, y
mis reparos a beber leche: mi madre decía que había que hervirla muy
bien porque si no podían dar las fiebres malta que eran muy peligrosas.
Recuerdo llegar a la pareja de la Guardia Civil un tanto
exhaustos, con aquellas capas verdes tan largas, mosquetón al hombro, y
el tricornio negro que yo lo veía muy rígido, pensaba que debía
hacerles daño en la cabeza. En cuanto se cruzaban con algún trabajador
de la estación preguntaban si había alguna novedad. Y recuerdo que para
mí la novedad eran ellos.
La memoria no es recuerdo, en el recuerdo… todo vuelve al corazón.
RECUERDO… 6
Recuerdo a mi madre enfadada conmigo. Sus pellizcos
inesperados, retorcidos, que se quedaban marcados en forma de cardenales
varias semanas en mi brazo. Y recuerdo que una vez quiso pegarme con la
alpargata y ya no consiguió pillarme.
Recuerdo que después de la huida descubría la libertad y
no me importaba la soledad. A la izquierda del parachoques la loma caía
suave. Me gustaba tumbar todo mi ser sobre la hierba, olerla, pasar la
mano por los tallos que crecían firmes, encontrar la sorpresa sobre las
hojas de los insectos…, aquellas mariquitas rojas con sus puntos negros
que salían volando cuando las iba a coger… Sentía la temperatura
refrescante de la tierra. Una vez sentado, contemplaba la carretera que
salía de Baena, la bifurcación del camino desde el que se daba acceso a
la fábrica de hielo junto al rio que la inundó más de una vez…, y
continuaba hasta la oculta Ermita de los Ángeles para después terminar
en Zuheros… Mientras, la calzada principal continuaba ascendiendo, con
aquella casa bajo un árbol a media subida. Ya sosegado, me trasladaba a
uno de los lugares donde me sentía más vivo en la Estación: la última
traviesa, la que quedaba al aire detrás del parachoques. De pie sobre
ella y sobre el vacío, con la brisa en el rostro, repasaba el contorno
hipnotizador de Baena. Recuerdo el toque del Ángelus que el aire traía.
También las campanas a muerto que me hacían sentir frío aunque fuera
verano. Y que yo no comprendía que una persona podía morir aunque no
cerrara los ojos.
Y recuerdo que mi gran conflicto de niño era (no) comprender la muerte.
Recuerdo a Vitoria, mi perra canela y blanca, siempre
pendiente de mí y de cualquier gesto que hiciera. Recuerdo al Moro, el
perro de Gregorio, un cruce de pastor alemán perfectamente negro con
gran fuerza y vitalidad. Recuerdo cuando ellos nos acompañaban a
nosotros. El saco viejo que llenábamos de trébol fresco, aún con el
rocío goteando en las hojas… Y lo contentos que se ponían los conejos
cuando se lo echábamos.
Recuerdo los agricultores sembrando melones y sandías en
la tierra que ascendía entre la Estación y la primera casilla. Las
lagunas que se formaban algo más abajo del Bujero la Bomba. De los nidos
de perdices en medio de los juncos y los que hacían los gorriones en el
hueco que se formaba en el remate del techo con el lateral del vagón de
mercancías.
Recuerdo que un día tiraron el cerco de cañas de nuestra
casa e hicieron en su lugar un muro en condiciones, creando un porche
delantero con suelo de cemento donde yo jugaba. En verano comíamos allí,
bajo el árbol… y por la noche contemplábamos absortos el paso del
satélite… Y recuerdo que en una de las esquinas mi madre puso una gran
orza que llenaba de aceitunas para que se fueran aliñando, la tapaba con
un lebrillo boca abajo sobre el que yo me sentaba.
RECUERDO… 7
Recuerdo que un día vi un zorro. Las culebras, alguna
víbora y lagartos se nos cruzaban con frecuencia. Recuerdo el vuelo de
un águila al que intenté seguir, se posó sobre uno de los tres pequeños
árboles que crecían sobre la última y más alta de las colinas que
quedaba detrás de la estación. La sed que tenía a medio camino y la
pequeña mancha húmeda que vi en el terreno. De cómo me agaché, escarbé
un poco, y el agua brotó llenando aquel pequeño hoyo. Era limpia y muy
fría. Bebí. Y recuerdo que cuando me levanté y volví a mirar hacia
arriba, el águila ya no estaba.
Recuerdo lo contento que me ponía cuando encontraba la
cámara de aire de una rueda, que el destino pusiera delante de mí un
zapato viejo con material que aprovechar era ya fácil. Ahora se trataba
de cortar una rama con la forma adecuada en “Y”. Ese mismo día conseguía
llevar en mi bolsillo el resultado final: un tirachinas.
Recuerdo que mi lugar favorito para usarlo era el
altísimo eucalipto que había en la esquina, en la parte de atrás de la
estación. Recuerdo que mucha fuerza y poca puntería, jamás daba al
objetivo. Recuerdo que los hijos mayores del Jefe, más preparados que
yo, visitaban el mismo eucalipto por la noche pertrechados con lámpara
de carburo y escopetilla de plomos, decían que los pájaros se
deslumbraban con aquella luz química y que no se iban. Recuerdo el
profundo olor desagradable del carburo en ebullición, y que los hijos
del Jefe tampoco acertaban con ningún gorrión.
Recuerdo salir a poner las trampas, el tarro de cristal
con papel de estraza y las alúas moviéndose. Recuerdo los preparativos:
moler la tierra; colocar la alúa en el agarre en pinza; montar la trampa
y ponerla lo más al filo posible; el momento más delicado y con peligro
de pillarte los dedos; coger la trampa por los extremos y hundirla con
leves movimientos de vaivén en la tierra fina. El remate final era
colocar tres piedras por detrás. Decían que el pájaro (aunque el
objetivo era un zorzal, caza mayor), al ver el brillo de las alas de la
alúa moviéndose buscaría esas piedras para posarse… Le preparaba un
camino sin retorno. Y recuerdo que a la mañana siguiente la alúa no
estaba, el pájaro tampoco. Jamás lo logré.
Recuerdo que con lo que sí conseguía mi objetivo era
cuando el arma lo fabricaba de alambre doble retorcido hasta conseguir
la “Y”. Gomillas gruesas y fuertes había en las oficinas de la estación.
El plomo de los precintos de los vagones, tan abundante, lo machacaba
hasta conseguir finas tiras alargadas que después iba cortando poco a
poco para hacer los balines en “U”. El territorio donde me movía ahora
era el Muelle. Elevado sobre el suelo, me quedaba a la altura de los
ojos. Conocía todos los agujeros que roedores y otros animales habían
excavado, conductos de acceso a lo largo de los años atraídos por los
olores de quesos y otros productos alimenticios almacenados allí hasta
ser repartidos en Baena por Pepe Santiago y su carromato. Recuerdo
cuando detectaba movimiento en cualquiera de aquellos agujeros, me
situaba a poco más de un metro y frecuentemente acertaba con el plomazo
en la diana. Siempre había emoción, sonrisa nerviosa y descarga de
adrenalina… Pero sobre todo recuerdo un día que escudriñé el agujero más
grande, no era normal lo que vi: algo verde con una línea horizontal
negra. Me acerqué más para no pifiar. Tensé y no fallé. Aquello se movía
con velocidad y no paraba de pasar ante mis ojos, era interminable. De
pronto, una enorme serpiente con la boca abierta y desencajada estaba a
escasos centímetros de mi cara abanicándome no sé cuántas veces en medio
segundo con su lengua viperina. Me tiró. No sentí dolor por el
culetazo. Mi trasero fue solo resorte para ponerme en pie en otro medio
segundo y tomar tres metros de distancia para ver bien a lo que me
enfrentaba. Pero ella (o él) ya no estaba allí…Y recuerdo el repelús que
me dio. Los bellos de punta. No he pasado más tiempo en mi vida con ese
frio metido en el cuerpo.
RECUERDO… 8 final y notas de autor.
Recuerdo la Semana Santa, especialmente una muy lluviosa
en la que mi hermano ─un hombre para mí─ fue a desfilar a Martos
vestido de soldado romano de la cola blanca. Mi madre no veía la
necesidad de aquello con el día que hacía. Yo, sin embargo, comprendía a
mi hermano. Lo que me chocaba era ver un romano con gafas.
Recuerdo el día siguiente, las botas de terciopelo color
burdeos embarradas y aún soltando agua… Y la lanza, tan grande, con
aquella punta dorada.
Pero recuerdo, sobre todo, un día en el que no paró la
tormenta. A altas horas de la noche toda mi familia dormía cuando unos
fuertes golpes en la puerta nos despertó y alarmó. En mi corta vida
nunca había ocurrido eso. Antes de abrir, mi padre gritó contundente y
seguro: ¡Qué pasa! No escuché la contestación porque e mis oídos
retumbaba el bramido de mi padre. Varios hombres se agolpaban bajo algún
paraguas. No los reconocí, apenas se les veía medio rostro. Los dos que
estaban delante se cubrían con enormes capas oscuras con capuchas sobre
las que rompían las violentas gotas de agua iluminadas por la luz
amarilla de un candil. Se mostraron nerviosos, muy preocupados. Decían
que un corrimiento de tierras se había llevado la vía.
Y recuerdo el día siguiente, cuando vi el gran socavón a media distancia entre la primera casilla y la estación.
Y recuerdo que el tren nunca más volvió.
Recuerdo que un día el Moro murió, lo metimos dentro del
viejo saco. Acompañé a Gregorio a enterrarlo, lo hicimos en mitad de la
ladera que había creado el hundimiento.
Recuerdo que un día llegó un camión de color rojo, con
cajón gris y toldo. Cargaron en él los pocos muebles y enseres que tenía
la familia de Gregorio. Se marcharon a otra estación. Recuerdo que me
escondí. No me quise despedir. El primer gran vacío enorme de mi vida.
Recuerdo que muchos días, uno tras otro, los eché de menos…, que sentía
dolor y agobio en el pecho. Y recuerdo que callé, jamás lo compartí.
Recuerdo que mi padre se compró una cama plegable,
metálica y marrón. Estuvo muchos años, hasta la primavera de 1970,
relevando a compañeros en sus días de descanso. Iba de estación en
estación, desde Despeñaperros (Espeluy, Las Correderas…) hacia el sur,
acompañado siempre por su cama.
Recuerdo que un día nosotros también nos tuvimos que ir.
Y recuerdo que yo, aquellos años, fui feliz.
Notas del autor:
Desgraciadamente todos los árboles que describo han
desaparecido. Así mismo, nada recuerda la vida que se desarrolló en
aquella estación, ahora solo hay una explanada; aunque donde estuvo la
casa donde viví quedan aún pequeños restos de losas rojizas.
El coche de bogies fue un ejemplar único de los
ferrocarriles españoles, comenzó dando servicio en el trayecto Sanlúcar
de Barrameda – Jerez de la Frontera, después fue destinado a la estación
Luque para cubrir los pocos kilómetros de vías hasta Baena. Su
matrícula era ABC 2101. Años más tarde fue desguazado en Los Prados
(Málaga).
Durante bastante tiempo RENFE estuvo sopesando la
posibilidad de proceder al arreglo de los desperfectos causados por las
lluvias. Finalmente, el ramal de Luque a Baena se clausuró oficialmente
en 1965 debido a que ya los últimos años que estuvo en servicio
presentaba déficit económico…; pero fue a partir de Febrero de 1962
cuando el tren no volvió a recorrer nunca más aquella vía. Yo tenía
cinco años, aunque permanecimos viviendo en la estación otros cinco años
más.
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